La
noche fría se cierne sobre Nido de Honor con contrastes de grises
que inundan la ciudad. Mi silueta dracónida enorme se dibuja en las
construcciones de piedra magulladas con grietas por recientes
ataques, el pavimento que piso está muy irregular y mirando a mis
pies les digo a mis compañeros “este suelo renacerá con Yorgon”.
Así, andando mas allá, surge entre las sombras de las
construcciones una columna de humo. Veo algo parecido a una torre
cónica con su base cuadrada. Linngan queda a la guardia a mi derecha
y Viktor distraído, observando un pequeño artilugio mecánico
cúbico. Podemos sentir estos pequeños temblores que proceden de
dicha torre, este lugar me es familiar...
Al
llegar vemos dicho edificio tal cual se muestra, como una torre más
extensa en su base, con pequeñas filigranas pétreas incrustadas en
él. A una docena de metros podemos vislumbrar un par de dracónidos
azulados armados con espadas. Nos dirigimos no sin el estruendo que
podemos sentir, cada vez más insistente, que nos hace quedarnos
quietos por un momento. Les comento a mis compañeros: “Dwoq'knohe
es mi mentor, pues cuando murió mi padre, él me enseñó la dura
vida de esta ciudad, en los constantes ataques y desafíos que
sufría. Han pasado veinte años desde entonces. Ahora podremos
conversar con un viejo amigo”.
Al
acercarnos a los guardias éstos nos preguntan los motivos de la
visita. Parecen reservados al recibirnos, pero cuando Dwoq'knohe nos
ve, se abren las puertas en arco de esa majestuosa torre, quedando
una habitación circular y alta, de embaldosado turquesa irregular y
paredes oscuras. Delante, a la derecha, queda mi mentor, que lleva
una túnica azul con filigranas de cobre que parece desgastada o, más
bien, quemada. Una reverencia le hago, y un instante después, al
levantarme, nos abrazamos al reconocernos ambos. “Cuánto tiempo,
hermano”. Tras un segundo, otra explosión nos sobresalta, seguido
del grito de Dwoq: “¡¡No se os oye!! ¡¡Más fuerte!!”. “En
la habitación de al lado se lanza mágico-pólvora” - nos explica.
Al adentrarnos cautelosamente, al fondo quedan unas mesas de roble
con escritorios y armarios de arce refinado pegados a la pared.
“Ciertamente, los hechiceros tienen buen gusto”, me digo. Hay,
además, un par de puertas que deben dar a otras salas, y a la
izquierda un portón grande de madera. Empecé contándole a Dwoq mi
tiempo en Thessala y mi venida a la ciudad, él me resume con voz
grave: “Tiempos difíciles en el precipicio del Valle”. Es
entonces, después de un rato paseando con mi mentor, cuando me doy
cuenta de que mis camaradas han desaparecido.
Prosigo
charlando y haciendo memoria con él sobre mi padre, Rods'urk.
Conecté por un momento mi memoria con la suya. Me vienen a la cabeza
imágenes de él durante mi infancia, junto a otros dracónidos; el
Templo de los Hermanos predicando la gloria en que vivíamos. Tiempos
cruciales, pero siempre con una gran luz y firmeza, purificando al
pueblo y ahuyentando todo mal que les atañese; la plata y la verdad
comandaban. Las evocaciones se iban desvaneciendo, y un fugaz
destello me hizo recobrar el sentido. “Temo, Dwoq'knohe”, le
murmuré y, seguro, dije: “Nido de Honor va a afrontar un gran
reto. Es la llegada del fin del tiempo, el desenlace entre el valor y
la codicia. Necesitaremos vuestra ayuda de cara a la inminente
encrucijada”. El dracónido me responde: “Sabes que buscamos la
magia profunda en los misterios, y el tuyo es realmente enigmático.
Tu padre te protegió de muchos bandidos que capturaban críos para
llevarlos a la Venganza. No sé cómo has sobrevivido a tantas cosas,
y has decidido volver entre nosotros, pero afrontaremos el reto
unidos ante lo que se acerca”. Nos despedimos cordialmente con una
reverencia, y le recuerdo: “Nos reencontraremos en la guerra, y
nuestro reencuentro será el detonante”.
Al
salir de la sala puedo oír otra explosión en la habitación
contigua. Fuera puedo ver a ese elfo tan reservado observando el filo
de su espada helada como su más preciado tesoro. Esa espada,
Sidheo'ona, la temo por quien se la entregó. Pero en la ingenuidad
maravillosa de Linngan sólo parece un juguete. Poco después aparece
Viktor y está algo mas quemado de lo normal, diría asado, e
interviene: “Tranquilo Mosh'urk, me gusta investigar. Estos
hechiceros del Fuego Áspero son el éxtasis arcano”.
“Vayamos
al Templo de los Hermanos” propongo, “seguro que nos atienden con
buena fe”. Comando a mis compañeros, bordeando la ciudad con el
eladrín y el humano hacia la zona pobre de la ciudad. Torcemos un
par de calles abajo para llegar a una explanada que da a un solitario
edificio, bastante mal conservado, con algunos cimientos en mal
estado e incluso partes derruidas. Las columnas sobresalen sobre las
paredes de la gran construcción accesible por el portón, pero no
hay nada llamativo en este edificio inusualmente plano. Observamos a
algunos individuos cerca de la gente pobre, explicando las ventajas
de contribuir a la caridad del credo. Al acercarnos discernimos que
llevan túnicas blancas, aparentemente sin lujos, y que actúan con
sincera vocación. Hablando un rato con un enano de barba gris que
porta unas notas de papel viejo en una mano, me ofrece por una moneda
de plata bendición divina. Parece que están aquí para que los
habitantes de mi ciudad puedan encontrar sus “mejores tiempos”.
Mientras tanto Viktor, que aún se arregla los pelos completamente
quemados de su frondosa barba, se va a husmear un poco en el
interior. Poco después damos algunas vueltas discretamente alrededor
del templo, inspeccionándolo durante un rato. No observamos nada
extraño en la nueva religión que cautivó a mi padre. Antes de
sumirse la zona en un completo silencio, a medida que las gentes se
retiran durante la entrada noche, nos situamos en un callejón
contiguo donde hay una tienda de ropajes y telas y pasamos el tiempo.
Esperando
a Viktor estoy ahora en esta nocturnidad profunda mirando el cetro de
plata con cabeza de dragón de mi padre. Volteándolo, me fijo en los
detalles de los pomos de dicha obra de arte forjada por mi pueblo,
pero Linngan me saca de mi ensimismamiento: “Viktor se ha ido
dentro hace casi dos horas y aún no sabemos nada de él”. Yo le
respondo: “Este alquimista nuestro es muy curioso, tranquilo, no le
habrá pasado nada”, y continúo después de toser, “sin embargo,
no podemos esperar más aquí, llamaríamos la atención. En eso
tienes razón”.
Ya
es de madrugada. La gente anda durmiendo. Una cuerda pende veinte
metros desde el techo del gran edificio, con una figura tosca y
grandullona escalando con seguridad y constancia. Un poco más arriba
el elfo feérico se cuela cual felino por una ventana superior. Allí
ve un pasillo entablado con madera con numerosas puertas a cada lado.
“Todo parece en calma aquí, bajemos”, susurro sin que sirva de
nada al golpear con mi pie involuntariamente una silla cercana. Ambos
llegamos hasta el final del pasillo, y luego bajando unas escaleras
de caracol no dudo en seguir el destino que se nos aventura. El salón
principal del templo se nos queda grande, está demasiado vacío y
parece imbuido de una pesadumbre aún más notable en la oscuridad.
Una vez abajo, una puerta a la derecha queda entreabierta. “Esta es
la ruta”, me indica el pícaro. Bajamos un centenar de escaleras
que nos conducen a un nuevo pasillo cuyo largo túnel debemos seguir.
Algo se oye al final del trayecto, lo que parecen ser murmullos o
cánticos. Despacio, avanzando, voy tanteando las losas de las
paredes hasta llegar a una puerta cerrada que observo desde lejos. Mi
compañero, quietamente, queda al otro lado aún estudiando la
situación. La zona desprende una luz tenue. A cada lado hay
inscripciones y murales que hablan de dragones comiendo seres y
repugnantes abominaciones verdosas, obesas y vomitando ácido
rodeadas de oro. Al girar la cabeza en dirección opuesta,
horrorizado, me topo estupefacto con una figura, pues la
monstruosidad que aparece frente a mí es la Dragona de Cinco
Cabezas, portadora de la destrucción, la avaricia y la venganza, y
en las mismas entrañas de mi casa, Nido de Honor. Con mi rostro
desquiciado, dejo que la furia me invada: “¡No soportaré este mal
en mi hogar!”. Con un grito de guerra fuerte y decidido, empiezo a
correr blandiendo mi hacha directo hacia la puerta, que cede al
instante con mi codo como ariete. El golpe aparta el portal y caen al
suelo un par de libros de las estanterías de la recién descubierta
habitación. El eladrín, aprovechando el escándalo, entra
rápidamente conmigo, acechando en las sombras.
El
instante se congela. La sala, más profunda que ancha, queda
iluminada por una tonalidad rojiza, proyectada por una inscripción
mágica circular en el suelo, y esparcida también por el reflejo de
un buen número de monedas de oro alrededor de toda la estancia.
Cuatro columnas en cada esquina desprenden un incienso de halo añil,
y a la derecha, un humano calvo, enfermizamente pálido, con collera
negra acabada en punta en la parte posterior me observa sorprendido,
ceñido en una túnica roja con inscripciones innombrables, doradas
en espiral en sus bordes. Porta un bastón y numerosas joyas. Con él
hay unos cuantos dracónidos y humanos ataviados con túnicas oscuras
y armas simples. Al fondo de la sala, a la izquierda, queda a la
vista una pequeña celda con un banco que encierra el artificiero
humano que buscamos. Linngan se adelanta y toma posición mientras
cargo descontrolado hacia la línea de los cultistas desquiciados,
que empiezan a gritar enloquecidos al verme. Los ecos de sus voces se
funden en golpes secos y de metal.