domingo, 1 de febrero de 2015

El relato del druida oscuro

Arrastrando lo poco que queda de tu cuerpo, te aventuras en el oscuro portal de manufactura élfica. Todo a tu alrededor se desvanece, y el dolor adicional que comporta rasgar las entrañas del mundo, aunque en condiciones normales no sería suficiente para derribarte, esta vez provoca tu desmayo.

Cuando despiertas, aún con los ojos cerrados, sientes el tacto de una criatura peluda en tu rostro. Es silenciosa pero descomunalmente grande y, sin embargo, apenas respira, tratando de saber si estás muerto, quizá para devorarte mientras tu cuerpo aún esté caliente. Instintivamente, tratas de levantar los brazos para protegerte de su mordedura, pero las heridas infligidas por tu siniestro patrono han pulverizado tus músculos, y ni siquiera puedes moverlos. Lo único que puedes hacer es abrir los ojos antes de presenciar tu muerte, una vez más.

Delante de ti, se encuentra el enorme rostro de una araña gigante, con una miríada de ojos fisgones. Su pelaje es gris con las puntas rojas, sin duda urticante. De no ser por tu resistencia a este tipo de males, ya estarías muerto.

La araña, no sorprendida de tu despertar, te curiosea. Ahora que tu instinto ha tenido más tiempo para comprenderla (apenas unos latidos), te das cuenta de que no tiene intenciones hostiles hacia ti. De hecho, parece servirte. A ti o a alguien similar.

Sus grandes quelíceros te apresan, sin la intención de morderte. Te lleva a una parte recóndita de la caverna en la que estás, con numerosos túneles horadados e infestada de telarañas. Otra araña del mismo tamaño hace su aparición, y acude a recibirte. Ambas te escoltan, acompañadas de más arañas menores, del tamaño de caballos, hasta una figura sentada en un trono de seda. Se trata de un drow.

El brujo, que parece comandar las arañas, es una figura escuálida, delgada, con las costillas marcadas y la cara mullida por el hambre. Pero este es su estado natural, crees; los elfos oscuros, como tú, parecen versiones inferiores de los elfos, obligadas a medrar en este mundo subterráneo. Aún así, su rostro no refleja sufrimiento alguno. Su piel negra está cubierta de una armadura blanca, hecha de hilo de seda arácnida.



No tenéis una verdadera conversación. Su idioma no lo comprendes. Pero eso no parece importar, pues por primera vez desde que partiste del Pantano del Trébol, te sientes en familia. Ninguno de ellos tiene intenciones hostiles hacia ti.

Con gestos ruidosos hechos con los colmillos móviles de su boca, el aracnomante te explica que custodia un paso hacia Menzoberranzan, una gran ciudad drow. El paso te está proscrito, y te advierte de que te matará si intentas cruzarlo. Pero eso no es lo más importante. Tras contarle tu historia, pues lo percibes como un igual, él te reconoce.

Eres el niño perdido de la casa Malern. Perdido, sin embargo, no significa que te perdieras, sino que fuiste entregado. El aracnomante te cuenta que la casa Malern inició un ataque contra Thessala en busca de esclavos. Esto encaja con la historia que os contó aquel veterano de guerra que conocisteis. Uno de aquellos drow fue Zalek, el prisionero cuyo cuerpo no pudisteis encontrar. La partida de caza era algo más, y estaba integrada por una matrona y varias sacerdotisas, así como guerreros y exploradores varones pues, te explica, la sociedad de los drow es matriarcal. Su intención no era sólo capturar esclavos, sino infligir tal daño a Thessala que esto les impidiera controlar esa zona de la superficie, y así reclamarla como coto de caza para la casa Malern.


Sin embargo, algo salió mal. La valerosa defensa de la Guardia Solar logró expulsar a los elfos oscuros al desierto, acabando con una de las sacerdotisas. Pero eso no fue lo peor. Lo peor es que los drow no pudieron encontrar la puerta de regreso a casa. Simplemente, la atmósfera planaria de Thessala es demasiado cambiante y, así como les fue fácil llegar, les fue imposible volver. Perseguidos hacia el suroeste, la expedición drow se refugió en el pantano del Trébol. El lugar les ofrecía posibilidades para practicar su particular juego de escondite con los thessalianos.

En aquel lugar moraba un espíritu maligno. La matriarca lo detectó rápidamente, e hizo un pacto con él. El pantano les abriría la entrada de vuelta a casa. Pero, a cambio, la Naturaleza les exigía un sacrificio. Tres hermanos de sangre: el que fue, el que es y el que será.

Tres niños drow, arrancados de las sacerdotisas jóvenes, fueron puestos en un lecho de paja. Entre los vapores nauseabundos del pantano, surcados por grandes anacondas, el espectro observaba. Una daga ceremonial derramó la sangre del primer niño, el que fue. El segundo niño fue arrojado a las aguas del pantano, el que es. El tercer niño fue envuelto en un capullo de seda y colgado de un sauce moribundo para que jamás pudiera crecer ninguno de los dos. Este último es el eterno que será.

Tras esto, las aguas se abrieron y la expedición de la casa Malern volvió a Menzoberranzan. Sin embargo, el espíritu de la Naturaleza se cobró con tres vidas.

De las que ya sólo queda una.

El vigilante del paso te conmina a volver. Tu pacto debe ser cumplido, y tu tarea está lejos de Menzoberranzan. La fuerza de la naturaleza castigaría a los drow si tu vida dejara de pertenecerle.

Durante la conversación, sentado en un lecho de seda, los pequeños insectos han ido recomponiendo tu cuerpo; sientes el regreso de tus piernas como un contrato de esclavitud y no como una bendición. Te pones en marcha, y piensas en regresar para cruzar este paso en algún momento. Quizá por venganza, quizá por curiosidad. Quizá traicionando a tu dueño.

Has vuelto para cruzar sigilosamente por entre los pasillos de los duérgar. La Torre Quemada se quedó atrás, pero no dudas que hay drows allí. Un camino a la superficie es lo que buscas. Tu verdadera familia está ahí arriba.

Y en cuanto el aire fresco surca el túnel por el que esperas salir, te das cuenta de que está nevando muchísimo, de forma antinatural. El Valle de los Dragones está teñido de blanco, apenas se puede ver más de cuatro metros por delante, y el viento sacude tus ropajes. Te cubres con la capucha y marchas hacia Nido de Venganza. Tus pisadas no dejan rastro.

lunes, 19 de enero de 2015

Un viejo amigo y un nuevo enemigo

La noche fría se cierne sobre Nido de Honor con contrastes de grises que inundan la ciudad. Mi silueta dracónida enorme se dibuja en las construcciones de piedra magulladas con grietas por recientes ataques, el pavimento que piso está muy irregular y mirando a mis pies les digo a mis compañeros “este suelo renacerá con Yorgon”. Así, andando mas allá, surge entre las sombras de las construcciones una columna de humo. Veo algo parecido a una torre cónica con su base cuadrada. Linngan queda a la guardia a mi derecha y Viktor distraído, observando un pequeño artilugio mecánico cúbico. Podemos sentir estos pequeños temblores que proceden de dicha torre, este lugar me es familiar...

Al llegar vemos dicho edificio tal cual se muestra, como una torre más extensa en su base, con pequeñas filigranas pétreas incrustadas en él. A una docena de metros podemos vislumbrar un par de dracónidos azulados armados con espadas. Nos dirigimos no sin el estruendo que podemos sentir, cada vez más insistente, que nos hace quedarnos quietos por un momento. Les comento a mis compañeros: “Dwoq'knohe es mi mentor, pues cuando murió mi padre, él me enseñó la dura vida de esta ciudad, en los constantes ataques y desafíos que sufría. Han pasado veinte años desde entonces. Ahora podremos conversar con un viejo amigo”.

Al acercarnos a los guardias éstos nos preguntan los motivos de la visita. Parecen reservados al recibirnos, pero cuando Dwoq'knohe nos ve, se abren las puertas en arco de esa majestuosa torre, quedando una habitación circular y alta, de embaldosado turquesa irregular y paredes oscuras. Delante, a la derecha, queda mi mentor, que lleva una túnica azul con filigranas de cobre que parece desgastada o, más bien, quemada. Una reverencia le hago, y un instante después, al levantarme, nos abrazamos al reconocernos ambos. “Cuánto tiempo, hermano”. Tras un segundo, otra explosión nos sobresalta, seguido del grito de Dwoq: “¡¡No se os oye!! ¡¡Más fuerte!!”. “En la habitación de al lado se lanza mágico-pólvora” - nos explica. Al adentrarnos cautelosamente, al fondo quedan unas mesas de roble con escritorios y armarios de arce refinado pegados a la pared. “Ciertamente, los hechiceros tienen buen gusto”, me digo. Hay, además, un par de puertas que deben dar a otras salas, y a la izquierda un portón grande de madera. Empecé contándole a Dwoq mi tiempo en Thessala y mi venida a la ciudad, él me resume con voz grave: “Tiempos difíciles en el precipicio del Valle”. Es entonces, después de un rato paseando con mi mentor, cuando me doy cuenta de que mis camaradas han desaparecido.



Prosigo charlando y haciendo memoria con él sobre mi padre, Rods'urk. Conecté por un momento mi memoria con la suya. Me vienen a la cabeza imágenes de él durante mi infancia, junto a otros dracónidos; el Templo de los Hermanos predicando la gloria en que vivíamos. Tiempos cruciales, pero siempre con una gran luz y firmeza, purificando al pueblo y ahuyentando todo mal que les atañese; la plata y la verdad comandaban. Las evocaciones se iban desvaneciendo, y un fugaz destello me hizo recobrar el sentido. “Temo, Dwoq'knohe”, le murmuré y, seguro, dije: “Nido de Honor va a afrontar un gran reto. Es la llegada del fin del tiempo, el desenlace entre el valor y la codicia. Necesitaremos vuestra ayuda de cara a la inminente encrucijada”. El dracónido me responde: “Sabes que buscamos la magia profunda en los misterios, y el tuyo es realmente enigmático. Tu padre te protegió de muchos bandidos que capturaban críos para llevarlos a la Venganza. No sé cómo has sobrevivido a tantas cosas, y has decidido volver entre nosotros, pero afrontaremos el reto unidos ante lo que se acerca”. Nos despedimos cordialmente con una reverencia, y le recuerdo: “Nos reencontraremos en la guerra, y nuestro reencuentro será el detonante”.

Al salir de la sala puedo oír otra explosión en la habitación contigua. Fuera puedo ver a ese elfo tan reservado observando el filo de su espada helada como su más preciado tesoro. Esa espada, Sidheo'ona, la temo por quien se la entregó. Pero en la ingenuidad maravillosa de Linngan sólo parece un juguete. Poco después aparece Viktor y está algo mas quemado de lo normal, diría asado, e interviene: “Tranquilo Mosh'urk, me gusta investigar. Estos hechiceros del Fuego Áspero son el éxtasis arcano”.

“Vayamos al Templo de los Hermanos” propongo, “seguro que nos atienden con buena fe”. Comando a mis compañeros, bordeando la ciudad con el eladrín y el humano hacia la zona pobre de la ciudad. Torcemos un par de calles abajo para llegar a una explanada que da a un solitario edificio, bastante mal conservado, con algunos cimientos en mal estado e incluso partes derruidas. Las columnas sobresalen sobre las paredes de la gran construcción accesible por el portón, pero no hay nada llamativo en este edificio inusualmente plano. Observamos a algunos individuos cerca de la gente pobre, explicando las ventajas de contribuir a la caridad del credo. Al acercarnos discernimos que llevan túnicas blancas, aparentemente sin lujos, y que actúan con sincera vocación. Hablando un rato con un enano de barba gris que porta unas notas de papel viejo en una mano, me ofrece por una moneda de plata bendición divina. Parece que están aquí para que los habitantes de mi ciudad puedan encontrar sus “mejores tiempos”. Mientras tanto Viktor, que aún se arregla los pelos completamente quemados de su frondosa barba, se va a husmear un poco en el interior. Poco después damos algunas vueltas discretamente alrededor del templo, inspeccionándolo durante un rato. No observamos nada extraño en la nueva religión que cautivó a mi padre. Antes de sumirse la zona en un completo silencio, a medida que las gentes se retiran durante la entrada noche, nos situamos en un callejón contiguo donde hay una tienda de ropajes y telas y pasamos el tiempo.

Esperando a Viktor estoy ahora en esta nocturnidad profunda mirando el cetro de plata con cabeza de dragón de mi padre. Volteándolo, me fijo en los detalles de los pomos de dicha obra de arte forjada por mi pueblo, pero Linngan me saca de mi ensimismamiento: “Viktor se ha ido dentro hace casi dos horas y aún no sabemos nada de él”. Yo le respondo: “Este alquimista nuestro es muy curioso, tranquilo, no le habrá pasado nada”, y continúo después de toser, “sin embargo, no podemos esperar más aquí, llamaríamos la atención. En eso tienes razón”.

Ya es de madrugada. La gente anda durmiendo. Una cuerda pende veinte metros desde el techo del gran edificio, con una figura tosca y grandullona escalando con seguridad y constancia. Un poco más arriba el elfo feérico se cuela cual felino por una ventana superior. Allí ve un pasillo entablado con madera con numerosas puertas a cada lado. “Todo parece en calma aquí, bajemos”, susurro sin que sirva de nada al golpear con mi pie involuntariamente una silla cercana. Ambos llegamos hasta el final del pasillo, y luego bajando unas escaleras de caracol no dudo en seguir el destino que se nos aventura. El salón principal del templo se nos queda grande, está demasiado vacío y parece imbuido de una pesadumbre aún más notable en la oscuridad. Una vez abajo, una puerta a la derecha queda entreabierta. “Esta es la ruta”, me indica el pícaro. Bajamos un centenar de escaleras que nos conducen a un nuevo pasillo cuyo largo túnel debemos seguir. Algo se oye al final del trayecto, lo que parecen ser murmullos o cánticos. Despacio, avanzando, voy tanteando las losas de las paredes hasta llegar a una puerta cerrada que observo desde lejos. Mi compañero, quietamente, queda al otro lado aún estudiando la situación. La zona desprende una luz tenue. A cada lado hay inscripciones y murales que hablan de dragones comiendo seres y repugnantes abominaciones verdosas, obesas y vomitando ácido rodeadas de oro. Al girar la cabeza en dirección opuesta, horrorizado, me topo estupefacto con una figura, pues la monstruosidad que aparece frente a mí es la Dragona de Cinco Cabezas, portadora de la destrucción, la avaricia y la venganza, y en las mismas entrañas de mi casa, Nido de Honor. Con mi rostro desquiciado, dejo que la furia me invada: “¡No soportaré este mal en mi hogar!”. Con un grito de guerra fuerte y decidido, empiezo a correr blandiendo mi hacha directo hacia la puerta, que cede al instante con mi codo como ariete. El golpe aparta el portal y caen al suelo un par de libros de las estanterías de la recién descubierta habitación. El eladrín, aprovechando el escándalo, entra rápidamente conmigo, acechando en las sombras.

El instante se congela. La sala, más profunda que ancha, queda iluminada por una tonalidad rojiza, proyectada por una inscripción mágica circular en el suelo, y esparcida también por el reflejo de un buen número de monedas de oro alrededor de toda la estancia. Cuatro columnas en cada esquina desprenden un incienso de halo añil, y a la derecha, un humano calvo, enfermizamente pálido, con collera negra acabada en punta en la parte posterior me observa sorprendido, ceñido en una túnica roja con inscripciones innombrables, doradas en espiral en sus bordes. Porta un bastón y numerosas joyas. Con él hay unos cuantos dracónidos y humanos ataviados con túnicas oscuras y armas simples. Al fondo de la sala, a la izquierda, queda a la vista una pequeña celda con un banco que encierra el artificiero humano que buscamos. Linngan se adelanta y toma posición mientras cargo descontrolado hacia la línea de los cultistas desquiciados, que empiezan a gritar enloquecidos al verme. Los ecos de sus voces se funden en golpes secos y de metal.