Arrastrando
lo poco que queda de tu cuerpo, te aventuras en el oscuro portal de
manufactura élfica. Todo a tu alrededor se desvanece, y el dolor
adicional que comporta rasgar las entrañas del mundo, aunque en
condiciones normales no sería suficiente para derribarte, esta vez
provoca tu desmayo.
Cuando
despiertas, aún con los ojos cerrados, sientes el tacto de una
criatura peluda en tu rostro. Es silenciosa pero descomunalmente
grande y, sin embargo, apenas respira, tratando de saber si estás
muerto, quizá para devorarte mientras tu cuerpo aún esté caliente.
Instintivamente, tratas de levantar los brazos para protegerte de su
mordedura, pero las heridas infligidas por tu siniestro patrono han
pulverizado tus músculos, y ni siquiera puedes moverlos. Lo único
que puedes hacer es abrir los ojos antes de presenciar tu muerte, una
vez más.
Delante de
ti, se encuentra el enorme rostro de una araña gigante, con una
miríada de ojos fisgones. Su pelaje es gris con las puntas rojas,
sin duda urticante. De no ser por tu resistencia a este tipo de
males, ya estarías muerto.
La araña,
no sorprendida de tu despertar, te curiosea. Ahora que tu instinto ha
tenido más tiempo para comprenderla (apenas unos latidos), te das
cuenta de que no tiene intenciones hostiles hacia ti. De hecho,
parece servirte. A ti o a alguien similar.
Sus grandes
quelíceros te apresan, sin la intención de morderte. Te lleva a una
parte recóndita de la caverna en la que estás, con numerosos
túneles horadados e infestada de telarañas. Otra araña del mismo
tamaño hace su aparición, y acude a recibirte. Ambas te escoltan,
acompañadas de más arañas menores, del tamaño de caballos, hasta
una figura sentada en un trono de seda. Se trata de un drow.
El brujo,
que parece comandar las arañas, es una figura escuálida, delgada,
con las costillas marcadas y la cara mullida por el hambre. Pero este
es su estado natural, crees; los elfos oscuros, como tú, parecen
versiones inferiores de los elfos, obligadas a medrar en este mundo
subterráneo. Aún así, su rostro no refleja sufrimiento alguno. Su
piel negra está cubierta de una armadura blanca, hecha de hilo de
seda arácnida.
No tenéis
una verdadera conversación. Su idioma no lo comprendes. Pero eso no
parece importar, pues por primera vez desde que partiste del Pantano
del Trébol, te sientes en familia. Ninguno de ellos tiene
intenciones hostiles hacia ti.
Con gestos
ruidosos hechos con los colmillos móviles de su boca, el aracnomante
te explica que custodia un paso hacia Menzoberranzan, una gran ciudad
drow. El paso te está proscrito, y te advierte de que te matará si
intentas cruzarlo. Pero eso no es lo más importante. Tras contarle
tu historia, pues lo percibes como un igual, él te reconoce.
Eres el niño
perdido de la casa Malern. Perdido, sin embargo, no significa que te
perdieras, sino que fuiste entregado. El aracnomante te cuenta que la
casa Malern inició un ataque contra Thessala en busca de esclavos.
Esto encaja con la historia que os contó aquel veterano de guerra
que conocisteis. Uno de aquellos drow fue Zalek, el prisionero cuyo
cuerpo no pudisteis encontrar. La partida de caza era algo más, y
estaba integrada por una matrona y varias sacerdotisas, así como
guerreros y exploradores varones pues, te explica, la sociedad de los
drow es matriarcal. Su intención no era sólo capturar esclavos,
sino infligir tal daño a Thessala que esto les impidiera controlar
esa zona de la superficie, y así reclamarla como coto de caza para
la casa Malern.
Sin embargo,
algo salió mal. La valerosa defensa de la Guardia Solar logró
expulsar a los elfos oscuros al desierto, acabando con una de las
sacerdotisas. Pero eso no fue lo peor. Lo peor es que los drow no
pudieron encontrar la puerta de regreso a casa. Simplemente, la
atmósfera planaria de Thessala es demasiado cambiante y, así como
les fue fácil llegar, les fue imposible volver. Perseguidos hacia el
suroeste, la expedición drow se refugió en el pantano del Trébol.
El lugar les ofrecía posibilidades para practicar su particular
juego de escondite con los thessalianos.
En aquel
lugar moraba un espíritu maligno. La matriarca lo detectó
rápidamente, e hizo un pacto con él. El pantano les abriría la
entrada de vuelta a casa. Pero, a cambio, la Naturaleza les exigía
un sacrificio. Tres hermanos de sangre: el que fue, el que es y el
que será.
Tres niños
drow, arrancados de las sacerdotisas jóvenes, fueron puestos en un
lecho de paja. Entre los vapores nauseabundos del pantano, surcados
por grandes anacondas, el espectro observaba. Una daga ceremonial
derramó la sangre del primer niño, el que fue. El segundo niño fue
arrojado a las aguas del pantano, el que es. El tercer niño fue
envuelto en un capullo de seda y colgado de un sauce moribundo para
que jamás pudiera crecer ninguno de los dos. Este último es el
eterno que será.
Tras esto,
las aguas se abrieron y la expedición de la casa Malern volvió a
Menzoberranzan. Sin embargo, el espíritu de la Naturaleza se cobró
con tres vidas.
De las que
ya sólo queda una.
El vigilante
del paso te conmina a volver. Tu pacto debe ser cumplido, y tu tarea
está lejos de Menzoberranzan. La fuerza de la naturaleza castigaría
a los drow si tu vida dejara de pertenecerle.
Durante la
conversación, sentado en un lecho de seda, los pequeños insectos
han ido recomponiendo tu cuerpo; sientes el regreso de tus piernas
como un contrato de esclavitud y no como una bendición. Te pones en
marcha, y piensas en regresar para cruzar este paso en algún
momento. Quizá por venganza, quizá por curiosidad. Quizá
traicionando a tu dueño.
Has vuelto
para cruzar sigilosamente por entre los pasillos de los duérgar. La
Torre Quemada se quedó atrás, pero no dudas que hay drows allí. Un
camino a la superficie es lo que buscas. Tu verdadera familia está
ahí arriba.
Y en cuanto
el aire fresco surca el túnel por el que esperas salir, te das
cuenta de que está nevando muchísimo, de forma antinatural. El
Valle de los Dragones está teñido de blanco, apenas se puede ver
más de cuatro metros por delante, y el viento sacude tus ropajes. Te
cubres con la capucha y marchas hacia Nido de Venganza. Tus pisadas
no dejan rastro.